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EL CANTO CON FUNDAMENTO
Todavía algunos académicos, de esos que a la vida cotidiana muy poco aportan más allá de sus bibliotecas, siguen sin poder resolver de dónde surge el concepto “canto popular”. Y vaya uno a saber por qué razón se empeñan en no admitir que la primera vez que se utilizó ese término fue a partir de la edición en 1969 del segundo disco de mi coterráneo y amigo José Carbajal, que llevó ese título. Hasta entonces sólo se tildaba esa corriente como “canción folklórica”, lo cual resulta un reverendo disparate porque el folklore carece de autor, no pertenece a nadie, y es una cultura anónima que se traspasa de generación en generación, abarcando no sólo el aspecto musical de nuestros predecesores sino también todo lo que de ellos heredamos en un sin fin de rubros. Correcto sería entonces hablar de “canciones de raíz folklórica”, teniendo en cuenta que las primeras tandas de cantores (no) populares surgidas en nuestro país musicalizaban sus textos con ritmos provenientes sobre todo del folklore argentino, brasileño, andino y uruguayo. Pero también en aquellos finales de los sesenta, por tratarse mayoritariamente de canciones con algún contenido social, ya había comenzado a manejarse en ese ambiente el rótulo de “canción protesta”, que agrupaba a intérpretes provenientes de diferentes tendencias de la izquierda uruguaya de entonces, lo cual colaboró con que además se le otorgara el nombre de “canción política”, como si en realidad alguna no lo fuera. Así, desde Osiris Rodríguez Castillos, Aníbal Sampayo, Anselmo Grau y otros contemporáneos, hasta las nuevas propuestas nacidas a comienzo y mitad de los sesenta con Daniel Viglietti, Alfredo Zitarrosa, Yamandú Palacios, Los Olimareños y el propio Sabalero, entre muchos otros, comenzó a crecer un movimiento musical diverso que alcanzó su pico de popularidad como respuesta a la dictadura en los años setenta, que además de sus propias pugnas internas por diferencias partidarias, aunque aparentemente unidos ante un enemigo común, debía también responder los embates de otros grupos “folklóricos” auspiciados por el poder militar, entre los que destacaban Los Nocheros con su buque insignia “Disculpe”, una zamba compuesta por mi también coterráneo rosarino Hugo Ferrari, que incluso animaba las festicholas en los cuarteles, como ellos mismos lo reconocen. Pero a excepción de un par de nombres de la segunda generación, el llamado canto popular jamás lo fue tal, porque mientras nuestros cantores actuaban en los bodegones montevideanos la mayoría del público oyente consumía toda la música distractiva enlatada que nos llegaba de Buenos Aires, y así un Palito Ortega siempre fue mucho más popular que un Zitarrosa para los poco exigentes oídos de los orientales. Quizás por eso a finales de los setenta surge un nuevo término para definir nuestro canto popular: el de la “canción con fundamento”, que en esencia tampoco quiere decir gran cosa. Pero de lo que sí no cabe duda es de que esta corriente se identificó por ser siempre contestataria, además de fuertemente enlazada a los partidos políticos de la entonces izquierda a los que cada intérprete adhería e incluso a los que no pertenecían a ningún partido, como José Carbajal o Carlos Molina por citar apenas un par de casos anarcoindependientes. A partir del golpe de estado de 1973 se exiliaron los que se tuvieron que exiliar, otros cayeron presos, algunos viejos referentes lograron rebuscárselas para quedarse y comenzó a nacer una tercera generación, la de Rumbo, Montresvideo, Los Que Iban Cantando, Eduardo Darnauchans, Larbanois-Carrero, Universo, Maciegas, Carlos Benavídes, Jorge Lazaroff, Fernando Cabrera y tantos más. Durante todo ese período la imaginación debió burlar las prohibiciones, por lo que fueron los años más creativos y con menores recursos, donde además hubo que lidiar con algunos oportunistas incapaces que se subieron al carro de la canción en un afán de figurar así como con otros que fueron luego identicados como infiltrados. En estas tres épocas de la canción testimonial el centro temático fue el latinoamericanismo, la problemática social y el paisaje como entorno de la gente que lo habita pero no sólo por el paisaje en sí, no solamente la flor y el tallo por la flor y el tallo, como citábamos en tapa. Entre 1984 y 1985 comenzaron a poder regresar los que debieron irse y empezó a poder cantarse sin necesarios lenguajes subliminales, todo lo cual dejó a la vista que el canto de la resistencia fue un fenómeno circunstancial y casi adolescente, aunque necesario, sin posibilidad de continuidad. Los cantores lograron agruparse en el sindicato ADEMPU en Montevideo y FEDEMPU en el interior, pero ambas experiencias abortaron a poco de nacer, boicoteadas por la egolatría de no pocos de sus integrantes y por los intereses de los mismos partidos políticos, que como ocurre con todos los sindicatos buscaban adueñarse de su paternidad. La imaginación creativa se hipotecó en el análisis erróneo de que nacía un nuevo tiempo en nuestro país, sin opresores ni oprimidos, y la canción reivindicativa quedó relegada a cantos esperanzados, aunque igualmente panfletarios, que daban por sentado que la batalla que seguimos perdiendo había sido ganada, hasta que un 1989 de pactos de impunidad nos demostró que la cosa no era tan así. Pero ya no se podía volver atrás en el análisis, o no se quiso, además de que los dueños de las discográficas, que siempre suelen ser mucho más hábiles que los artistas, descubrieron que esa veta de cantores nacidos en la dictadura debía ser explotada con fines netamente comerciales y muy pocos artistas lograron descubrir ese cangrejo debajo de la piedra, claro, y no les fue mal. Junto a ellos desde comienzos de los ochenta las murgas también se incorporaron al movimiento de la canción popular cada vez con mayor convocatoria y profesionalismo, lo que en la mayoría de los casos redundó en que la esencia murguista nacida más de medio siglo atrás quedara acogotada entre los fierros de la escenografía del Teatro de Verano, perdiendo cada año más su carácter cuestionador y ganando en temáticas superfluas o de adhesión acrítica a los gobiernos de los últimos diez años. Y mientras los sellos Ayuí y Perro Andaluz pierden plata en su interés de difundir los nuevos buenos músicos uruguayos que van naciendo el resto de las discográficas han pasado a convertirse en sucursales locales de empresas extranjeras. Así este movimiento político-cultural nacido doscientos años atrás con los cielitos libertarios de Bartolomé Hidalgo, que tomó cuerpo en el interior pero que “no existió” hasta que llegó a Montevideo, donde hasta hoy conviven las chamarritas del norte con los candombes del sur, fusionado en no pocas ocasiones con tercermundistas ritmos adaptados del rock británico, pese a sus innumerables procesos y cambios, o por ellos mismos, representa en buena medida nuestra más auténtica uruguayez y el cerno de nuestra identidad, aunque otras luces lo iluminen por efecto de la modernidad y la difusión, incluso fuera de fronteras. En medio de todo este panorama hoy pretendemos descubrir una identidad propia en los intérpretes locales de este llamado canto popular, que no sabemos si existe como tal, pero a la que se abocan no pocos cerrillenses que laburan de otra cosa, porque sólo con cantar no da. Es decir que esta revista, que desde la tapa pudo llegar a interpretarse como un “número de verano”, es posiblemente una de las que más trabajo y desafíos nos demanda en el afán de intentar lograr esta foto de todo lo que se desprende de nuestra cultura acaso hoy un poco más popular que cuarenta años atrás. Y valga para ello la debida aclaración de que por razones de espacio hoy sólo nos ocuparemos de intérpretes locales o linderos con Los Cerrillos que integran este movimiento, postergando para otros números los demás estilos cercanos o emparentados tradicionalmente.
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