lunes, 8 de septiembre de 2014



LOS CHICOS POBRES Y LA LEY

(o la trampa de los “modernos regímenes penales de menores”)


Se dice que en Argentina llueve y en Uruguay nos mojamos. En Argentina se vive una política represiva contra los menores, que además de arbitraria y cruel es de legislación abierta. Por eso le pedimos a María, escritora combativa, abogada, militante y otros, que escribiera un artículo para esta revista. En 1992 Verdú es cofundadora de la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional en Argentina (CORREPI), desde donde se denuncia y se brinda apoyo legal a las víctimas de la represión gubernamental.


Cada vez que un adolescente aparece involucrado en algún delito vuelve a la tapa de los diarios el “debate sobre la imputabilidad penal” y se produce una avalancha de opiniones de políticos oficialistas, opositores, periodistas, y “expertos” profesionales o amateurs. En general todos reclaman cambios en las leyes o en la forma de aplicarlas, con matices que van desde el pedido liso y llano de represión explícita, hasta los que abundan en su discurso palabras “progres” como reinserción, resocialización, garantías y derechos. Alguno podría preguntarse, con cierta dosis de ingenuidad, por qué no se genera un debate similar frente a la infinidad cotidiana de delitos, muy superior en cantidad y calidad, que diariamente protagonizan policías, gendarmes, prefectos, guardiacárceles o militares, o para los crímenes de la burocracia sindical, los funcionarios o los empresarios. Lo cierto es que en estos casos el análisis mediático y la “opinología” no generalizan ni se extrapolan conclusiones más allá de lo que insisten en presentar como “hecho aislado”, muchas veces calificado como “insólito” o “sorprendente”. Es que batir el parche sobre la “criminalidad juvenil”, en el marco de la tesis de la “inseguridad ciudadana”, que tan eficaz resulta para profundizar los mecanismos de control social difuso sobre las grandes mayorías empobrecidas, rinde frutos por derecha y por izquierda. Permite a unos y otros mostrarse preocupados por lo que caracterizan como “demanda social”, apoyados en la realidad incontrastable de que la miseria y uno de sus correlatos, la salida delictiva individual, existen, al tiempo que llevan agua a sus diferentes molinos, y hacen su aporte a la construcción de un “enemigo interno” cada vez más identificado con un adolescente de gorrita con visera.
Abundan en Argentina, en los últimos años, los proyectos de leyes de responsabilidad penal juvenil, algunos ya sancionados en jurisdicciones locales, otros con permanentes y oportunas reformulaciones en el ámbito legislativo nacional y de las provincias. La mayoría, acordes con los vientos que soplan, declaman con cuidado cuanto derecho y garantía procesal recordaron sus autores, e invocan a cada paso la constitución y pactos internacionales. Así, empaquetan con un velo “políticamente correcto” la sujeción de pibes de 14 años a un régimen penal similar al de los adultos, que ni siquiera excluye el arbitrario procedimiento sumarísimo de la “flagrancia”.
El lenguaje adoptado por los voceros oficiales nos habla de la necesidad de “dar a los chicos, desde los 14 años, el derecho a ser juzgados con todas las garantías procesales” pretendiendo dar a entender que el establecimiento de un régimen de responsabilidad penal juvenil será al mismo tiempo una mejora en las condiciones procesales de los menores. Otra vez, asesoramiento del juez Zaffaroni mediante, la etiqueta progre para el veneno represivo.
De lo que se trata, en definitiva, es del derecho a ser condenados. Parte del discurso para la tribuna se nota cuando se habla, por ejemplo, de poner límites a la duración de los procesos, de un año desde su inicio hasta la sentencia, o en casos de cuatro meses (como el caso de la flagrancia), términos que cualquiera que camina los tribunales sabe que sólo se pueden cumplir con condenas “express”, a través de mecanismos como los juicios abreviados, en los que toda la actividad del defensor oficial se reduce a la extorsión (“firmá el abreviado, pibe, te conviene”). Esas formas “alternativas” de terminar el proceso, aplicadas a la realidad material de los chicos que son judicializados en nuestro país, los más pobres y vulnerables, son formidables herramientas de disciplinamiento social.
Lo que no se dice es que con las actuales leyes vigentes ningún pibe, culpable o inocente, es impune. Si tiene más de 16 años va a juicio como cualquiera, sólo que lo juzga un tribunal que tiene un cartelito en la puerta que dice “Menores”, y en lugar de ir a una cárcel va a un instituto, como el Rocca, el San Martín o el Belgrano, donde el mismo cartelito es la única diferencia.
Y si tiene 14 o 15 años la cosa es todavía peor. Es cierto que no se lo juzga, porque es “inimputable” por su edad. Pero se lo interna en algún instituto o, si tiene suerte, es adicto y hay cupo, en alguna “comunidad terapéutica” de donde va a salir alguna vez mucho más adicto de lo que entró, pero, además, abusado, violado, embrutecido y listo para que lo fusile el primer policía con el que se cruce en el barrio. O no va a salir nunca, como los centenares de pibes que mueren por año en alguno de esos lugares “de protección”.
Aunque no aparezca escrito en ninguna ley, la forma que tiene el estado para adoctrinar a nuestros chicos, los hijos de los pobres, no variará con una u otra legislación: la picana, los “suicidios”, las torturas, el encierro, la muerte.
La profundidad de la trampa se ve con claridad si miramos la forma en que realmente ocurren las cosas. En cualquier barrio de trabajadores, de cualquier ciudad del país, encontramos las mismas historias sobre detenciones cotidianas en las que la policía -o la prefectura, o la gendarmería, cada vez más presentes en el patrullaje urbano- “levanta” uno o más pibes que caminaban por la calle o pasillo, que iban o volvían de sus casas. En la mayoría de los casos el propio detenido y su familia no pueden explicar el motivo formal de la detención. Sólo saben que el chico fue arrestado, que pasó un mal rato (generalmente un día o una noche entera, habitualmente con paliza o peor) en un calabozo, y que fue puesto en libertad con tanta discrecionalidad como fue detenido. 
Cuando indagamos, confirmamos que, salvo contadísimas excepciones, ninguna de esas detenciones obedece, ni en la forma ni en el fondo, a acusaciones delictuales. En abrumadora mayoría aparecen como tardía legitimación la averiguación de identidad o las faltas y contravenciones, que técnicamente no debieran aplicarse a menores de 18 años, o las simples “detenciones de menores”, blanqueadas mediante sistemas como el de “procedimiento de entrega del menor” de la provincia de Buenos Aires, muy similar al viejo “Memorándum 40”, una orden interna policial que habilitaba detenciones de menores sin intervención judicial. Este memorándum fue descubierto a partir de la detención y muerte de Walter Bulacio en la Comisaría 35ª de la Policía Federal Argentina en 1991.
Mienten quienes nos pretenden imponer el falso debate legislativo, escondiendo detrás de la biblioteca los cadáveres de los miles de pobres pues cada día y medio, con un nuevo muerto, reafirman que mientras se mantenga este carácter clasista del sistema judicial y de todo el estado, los niños pobres seguirán muriendo en los reformatorios, seguirán torturados en las comisarías. Y por supuesto, también seguirán siendo pobres.
De eso se trata todo este “debate” sobre la imputabilidad penal de los menores de edad. De cómo exterminarlos en mayor número, al menor costo posible. Y que los que queden vivos sirvan de clientes para las porquerías que trafica la burguesía, y de mano de obra esclava para su policía. Y que aprendan que si se rebelan, si dicen “no”, pueden pasar a engrosar la lista de los 213 desaparecidos, como Luciano Arruga, o de los millares de fusilados por el gatillo fácil. Para que nunca, nunca, tengan la libertad de decidir que no quieren seguir viviendo de esa manera, ni, mucho menos, la conciencia para intentar cambiarlo.

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