jueves, 15 de mayo de 2014

Escribe: Gabriel Gatti (sociólogo) 
ACERCA DE LA IDENTIDAD COLECTIVA

Mi amigo Gabriel es profesor de sociología en la Universidad del País Vasco, coordinador del Centro de Estudios sobre la Identidad Colectiva y corresponsable del Comité de Investigación Nº1 en Francia. Nació en Montevideo pero en 1976 se exilió con su familia en Europa. A su padre, Gerardo Gatti, lo desaparecieron ese año, a su hermana Adriana la asesinaron en 1977, a los 17 años, y su primo Simón fue recuperado en 2002. Desde hace poco más de un año venimos trabajando, junto a dieciocho profesionales europeos, en el tema víctimas en España, sobre el cual entre otras cosas se editará un libro. Le pedí una colaboración para la revista -que la recibe por internet- y me envió un trabajo de veinte carillas sobre identidad, razón por la cual le consulté y estamos publicando hoy un resumen de esa extensa monografía.




El texto busca regresar sobre la idea de identidad para hacerle una crítica, más que constructiva deconstructiva y proponer no tanto alternativas que puedan hacerse paso por las estrecheces teóricas del término, y si cabe reemplazarlo, sino un diagnóstico que puede resumirse así: que de tan estrecho el concepto de identidad convencional, moderno y sociológico no sirve para entender las identidades contemporáneas. 

Los límites de la identidad. Una porquería necesaria.

La identidad está repleta de trampas y salvaguardas, de parapetos que la preservan de la duda, mismos salvaguardas y parapetos que los que protegen nuestras convicciones como científicos sociales. Esas convicciones y esas salvaguardas constituyen enormes lastres de los que parecería que no nos es posible librarnos. Estos lastres, pesados sí, dificultan enormemente la reflexión sobre la identidad, que aún al día de hoy continúa encerrada en la mística de lo Semper idem (siempre lo mismo), por mucho que esa mística se suavice con imágenes políticamente correctas pero intelectualmente tramposas: “multiculturalismo”, “interculturalismo”… Todos estos son datos que mortifican el trabajo del científico social cuando piensa en la identidad y le impiden librarse de las deudas que proceden de las viejas herencias, esas que nos conducen a pensar en la identidad como algo que remite como por necesidad a lo sólido, lo firme, lo recortado, lo estable. Si lo que digo es cierto más valdría cerrar aquí el texto, abandonar de una vez por todas el concepto por peligroso y sobre todo por inútil, pues nada describe de un mundo, el contemporáneo, sin nada que se lleve bien con esos adjetivos. Y sin embargo no es del todo así, pues la idea de identidad, ficticia o no, tramposa o no, lastrada por enormes pesos como está, sirve pues en ella, por ella, se vive. Será una porquería, pero es una porquería necesaria. No se trata entonces de pensar la identidad como puro signo dispuesto a ser deconstruido por las hábiles herramientas del sagaz intelectual. Lo es, sí; pero crea realidad. Merece pues la idea de identidad que se le de una nueva oportunidad, que se la repiense, aún sea para recomenzar la rueda de la crítica y proponer para ella usos más ajustados a la realidad empírica de las identidades contemporáneas. Démosela entonces; critiquemos de nuevos los viejos usos de la identidad, esos que me llevarán a decir que ya no hay identidades fuertes y que ya no sirven en consecuencia las propuestas ancladas en los imaginarios propios de esas identidades fuertes, y propongamos usos nuevos, lo que me conducirá a concluir sugiriendo un adjetivo nuevo para pensar la identidad, las formas de entender lo colectivo y la pertenencia en las sociedades contemporáneas, adecuado porque de un lado entiende la identidad como un régimen de la acción y no como un régimen del ser; adecuado luego porque sabe que la identidad no se puede ya pensar más que como una representación que se habita. Primero: La reclusión del pensamiento moderno en general en un modelo acerca de lo que es identidad, que excluye de su horizonte de posibilidad toda forma de ella que no sea la que responda afirmativamente a un interrogatorio que las inquiera sobre si tienen nombre, historia y territorio propios. Segundo: La naturalización de ese modelo a un grado de esencialización tal que hoy entendemos que o se tiene identidad de esa manera o directamente no se tiene y la asociación de ese modelo con dos figuras también naturalizadas en nuestro imaginario, el estado-nación y el individuo-ciudadano. Tercero: La multiplicación de formas de entender la pertenencia que se alejan radicalmente de la arquitectura del nombre, territorio e historia que caracterizó a las identidades modernas y que rompen de modo abrupto con las esencializaciones que se derivaron de esa arquitectura, formas de entender la pertenencia que nos obligan a reelaborar nuestros modelos para entender la identidad. Es más: que nos obligan a pensar en la identidad sin caer nuevamente en la tentación de encerrarla en un modelo. Con los modelos para pensar la realidad ha sucedido lo que a los turistas con  las cámaras para ver bellezas arquitectónicas: que el instrumento para ver sustituye al objeto. El problema comienza cuando el modelo para ver nubla la vista de quien mira y subsume bajo lo que él le dicta todo lo que observa. Tal es la consecuencia no deseada del uso de modelos: el modelo se transforma en el filtro que media nuestra relación con el mundo y todo lo que no pasa por él simplemente consideramos que no es.

El poderoso atractivo de las cosas con nombre, territorio e historia.

Buscando deconstruir cuál ha sido la cámara de fotos que en ciencias sociales utilizamos para enfocar la identidad, algunos han pensado que aquella que registre de los objetos sólo cuatro criterios: la pureza, el orden, la coherencia y la homogeneidad. Otros indican que lo que las ciencias sociales ven es sólo lo que tiene identidad, garantiza relaciones estables y asegura continuidad. Algunos entienden que lo que fascina a la ciencia social es lo manejable y duradero. Cualquiera de esas hipótesis sirve. Inspirándome  en  ellas, entiendo que la melodía ideal de las ciencias sociales cuando se acerca a la identidad requiere que ésta posea tres rasgos: un nombre propio; ser propietaria de una historia singular y poder decirse dueña de un territorio diferenciado. Los nombres (jóvenes, hombres, mujeres, etc.) son útiles para instituir centros de referencia, lugares que orienten la identidad de una sociedad y conservorios de las claves que la constituyen. Sirven para afirmar la identidad de lo nombrado; para determinar los rasgos por los que esa identidad se objetiviza como diferencia natural; pero eso no quiere decir que sin nombre no se sea, no se tenga identidad. En cuanto a las propiedades del tiempo y del espacio se leen como historia y como territorio tiempos serios, rígidos, lineales. El pasado se lee desde las identidades construidas en el presente, interpretándose que ese pasado constituye una manifestación primigenia de nuestras pertenencias actuales, una muestra de lo que hoy somos, de la cosa que entonces ya éramos. Tanto que le otorgamos los mismos nombres, territorio e historia con el que hoy designamos nuestra identidad.    

Lo que se escapa del modelo. Las identidades débiles. 

La figura de las identidades débiles quiere servir para captar el régimen de identidad de esas posiciones que escapan de las ficciones de la esencia, la unidad, la estabilidad o la duración, que escapan de la ficción del nombre, territorio e historia únicos y estables. No hay cámara de fotos que los registre. La identidad no remite a un ser; remite a un lugar donde la identidad se hace y se vive, en las representaciones de la identidad. La identidad como un espacio donde introducirse, donde estar. No son sin embargo un tipo de identidad que sustituya a las viejas identidades. Al contrario: requieren de ellas, pues se aprovechan de su inmenso poder, de la contundencia de sus propiedades, de la solidez de su nombre, de su territorio y de su historia. Se esconden en ellos para existir.

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