Todo es llegar desde el sur hacia el noroeste o desde el norte hacia el
suroeste, entrarle sin aviso por la ruta 36 o hacerle una cortada por Andrés
Calandria y arribar de improviso, sin anuncios ni gritos, con los focos mínimos
y bajos encendidos para cuidar el tono de su aún calma pueblerina, a casi 38 kilómetros de
Montevideo, a una hora y poquito de las luces del centro de esa ciudad a mano y
tan lejana en el paisaje, en hábitos, en fiestas, en cantos, en fechas y en rasgos,
en pilchas acaso, misturado paisaje donde el ayer y el hoy se sientan a curar
sus sueños de presente en la plaza con glorieta que siempre estuvo bien cuidada
porque total somos poquitos.
Todo es ponerse a recorrer sus calles de asfalto o tierra para buscarle el
boliche de medianoche, tinto grosero y truco bienhabido y acaso no encontrarle,
y quedarla mirando reprochante por la boca del tetra nomás recién abierto a la
salida del súper, sorteando en un tráfico cruce de rotonda la cuatro por cuatro
del sexagenario adinerado con el pachurriento alazán que confabula su guía de
ruta con algún desarropado inimputable de nueve años, que no tiene prisa y
marcha al ritmo pingo del caballo de casa desde hace nueve años.
Todo es ponerse a ver sin agredir, todo es darse a mirar sin agraviar, que
esta tierra parcela, conservadora y próspera, se yergue en sus historias de
raíces medianeras para engendrarse al sol desde la copa y ponerse a parir incertidumbres
de savia adolescente que habrá de cuestionarle su destino mañana, a una hora y
poco de la voracidad capitalina y de la tierra arada a un suspiro y nada.
Así es pensar para mirarla y saber que no habremos de tocar ni una hoja de
esa aún calma travesía que será remolino de árboles mañana, cuando el viento
sople a favor de los que vienen naciendo, en contra acaso, o por fortuna en
tregua, que así se hicieron todas las historias que este pueblo aún conserva a
buen resguardo.